Se llama precisamente Óga. Un lugar sencillo pero cálido, donde la cocina paraguaya encontró un espacio diferente, ni moderno ni de vanguardia. Fiel a los productos locales donde lo tradicional adquiere un nuevo vuelo en manos de la presentación. Hacen delicias con el choclo y se ufanan de una sopa paraguaya que “sopapea” a las demás. Se llama también Óga porque el restaurante es el lugar donde viven Romina y Beto, los hacedores de esta joyita.
Todo comenzó hace ya algunos años, cuando Romina Roura viajó a México para hacer una pasantía. Recaló en el restaurante Los Danzantes, en Oaxaca. “Tuve como un pantallazo de alta cocina, presentaciones super estrafalarias y me interesó ese mundo”, nos comenta de entrada. A su regreso trabajó en el Hotel Casino Acaray en Ciudad del Este y después estuvo dos años y medio en el restaurante Pakuri.
Ahí fue como “si hubiera abierto los ojos al gran potencial que había” dice refiriéndose a los nuevos senderos por donde transitaba la cocina paraguaya. Junto a su pareja, también cocinero Beto Giubi, se embarcaron en la empresa de habilitar un restaurante propio. Solo que lo hicieron en enero del 2020, dos meses antes de la pandemia. Abrieron y cerraron, hasta que tuvieron la oportunidad de activar de nuevo y desde allí ya no pararon. Con el delivery sostuvieron el restaurante durante el cierre obligado.
Óga, está ubicado en Boquerón casi Fortín Toledo. Un poquitín aislado del mundanal ruido, pero cerca del polo gastronómico instalado en el barrio Las Mercedes. Romina y Beto encontraron allí el escenario propicio para la propuesta que planeaban. Un inmueble que tenía algunas intervenciones propicias, como las paredes sin revoque y los ladrillos a la vista. Un color ñembo tierra colorada en el ambiente. Y una chimenea en el centro del salón que si bien absorbe espacio útil le da al lugar una personalidad especial. Más una utilidad sin igual en los días de invierno.
Otro argumento de peso es que el inmueble podría servir de vivienda y restaurante a la vez. En el frente el local gastronómico, en el medio la cocina y el fondo. La casa y el restaurante están unidos por la cocina. El local es pequeño, tiene capacidad para apenas 25 personas. Romina y Beto están en la cocina, mientras que, con una persona en la barra, otra en la caja, una moza y un bachero se arreglan para atenderlos, sin mucha formalidad, pero con suficiente amabilidad.
Óga se inscribe en la línea de la nueva cocina paraguaya que desde hace varios años vienen desarrollando Cocina Clandestina y Pakuri. Pero a diferencia de estos últimos no se trata de cocina de vanguardia o contemporánea. No recurren al uso de la tecnología ni de técnicas de avanzada. “Es una cocina sencilla, nos manejamos con una hornalla, una plancha y un horno. No hay espumas, no hay nitrógeno”, aclara Romina. No hacen procesos acelerados, respetan los tiempos. Para suplir la cocción al vacío en las carnes, recurren a la técnica de estofar y controlar. A la manera de la vieja escuela.
Y se define de la siguiente manera “nuestra base es usar productos nacionales, no siempre de una manera tradicional, sino que a veces transformamos esos productos en platos con presentaciones diferentes y hacemos también platos tradicionales”. Uno de esos platos tradicionales es la sopa paraguaya, que según dicen, ”sopapea” a sus colegas. “Para mí personalmente es la mejor sopa paraguaya” argumenta. Y explica, “tiene un equilibrio que hace que le dé una crocancia y una grasitud especial”. Tiene un alto contenido de materia grasa y un buen agregado de manteca, lo que durante la regeneración suelta su grasa que dora la capa superior y le otorga una mayor humedad al interior.
Otro producto tradicional al que dieron nuevas formas es el choclo. Romina se inspiró en el elote mexicano, que es el choclo asado a la parrilla al que le adicionan salsas e ingredientes especiales. En Óga, el choclo dulce, que compran de una colonia japonesa, se hierve durante varias horas y después se grilla. Le agregan una mayonesa de kû’ŷi y luego le espolvorean con queso Gruyere. Es uno de los platos estrellas que ha sobrevivido a varios cambios de menú.
En la primera página del menú dejan en claro que está basado en productos locales de estación. Puede estar en una semana y en la otra no. Constantemente están aprovechando nuevas opciones y viendo su aceptación por parte de la clientela. En el día que hicimos la nota tenían a disposición una batata morada, un producto imposible de encontrar en el mercado local y al cual accedieron por colegas que cultiva su propia granja. La carta es corta, el 30% de los platos contiene carne y el 70% restante no, por lo cual concurre al local mucha clientela vegetariana.
Han tenido también tiempo para probar algunas joyitas, en atención a que el papá de Romina es pescador y merecía una especie de homenaje. Primero, una versión de mandí´i frito, abierto como mariposa y empanizado. Segundo, los cachetes de dorado, un manjar para paladares exquisitos. Ninguno de los dos platos tuvo mucha rotación en el menú y resultaba muy arriesgado mantenerlos cuando no tenían mucha aceptación.
Romina estudio gastronomía en O´Hara donde también ejerció la docencia. Trabajó en Smuchi y en la desaparecida Walterio, donde entró en contacto con Beto Giubi, quién recibió la influencia gastronómica de su familia, oriunda de Yataity. El uso de mandioca, maíz, cecina, maní, poroto peky le resultaba muy común y las técnicas para procesar los alimentos eran muy rústicas. En el restaurante atesoran como una reliquia un angu´a de más de 120 años que pertenecía a sus abuelos. “Es un elemento conectivo con nuestra historia”, recalca Romina.
Destacó también el uso de utilitarios artesanales de cerámica paraguaya. “Todos nuestros platos, cuencos, bowls y salseros están hechos de forma artesanal. Algunos moldeados a mano y otros en torno. Una parte son de Areguá, del Noborigama. Otra parte de Ita con las mujeres de Kambuchi Apo y otra parte hecha por nuestras manos y quemados a horno de leña”.
En materia de bebidas buscan incentivar el consumo de la caña paraguaya, que está presente en la mayor parte de los tragos que ofrecen, pero hay también opciones clásicas. Al principio, se negaban a ofrecer vino, pero no pudieron con la demanda de la clientela y ahora tienen una reducida selección que va rotando constantemente. A la hora de los postres, no pudieron evitar que siempre tenga presencia algo chocolatozo.
La clientela está constituida por una franja de jóvenes que van de los 20 a los 40 años. Di llegan personas mayores siempre lo hacen en compañía de los más jóvenes. No concurren parejas adultas. “Al toque se dan cuenta que el ambiente es joven e informal”. Óga se abre de martes a sábado solo para el servicio de la cena. “No nos podemos quejar, llenamos el restaurante todos los días y a fin de mes podemos hacer frente a todos nuestros gastos”, dice Romina.
Están satisfechos con lo que están haciendo y seguirán en el mismo camino. El único cambio que avizoran es la utilización de nuevos productos, pero, “siempre vamos a estar pisando tierra nacional”. Ahora mismo proyectan contar con mayor equipamiento de frío y tienen planes para mudarse a fin de dar mayor espacio a la cocina. Un detalle que piden tener en cuenta es que solo hacen reservas de mesas para seis personas ya que ese es el límite que les permite otorgar un buen y ameno servicio. Hasta ahí les da el cuero.