Está ubicado en hotel Hard Rock en Ibiza, España. No es solamente un restaurante es también una sala de espectáculo, algo así como un teatro. Alguien lo calificó como La madre de todas las experiencias culinarias. Además de ser el más costoso del mundo: cuesta por persona 1.650 euros, unos 10 millones de guaraníes. En ese local se reúnen la vanguardia gastronómica y la innovación tecnológica, para lograr no una satisfacción culinaria sino una experiencia emocional inédita.
El restaurante se llama Sublimotion y es obra del chef español Paco Roncero, quien ya tiene en su haber dos estrellas Michellin, Premio Nacional de Gastronomía 2006, jefe de cocina del Casino de Madrid desde el año 2000. Se trata sin duda de una de las figuras de punta de la alta cocina mundial.
Entrevistado recientemente por el diario ABC, de Madrid dijo que Sublimotion “es un sitio mágico donde conseguimos que la gente venga a emocionarse, y de donde se van más felices que cuando vinieron. Cada plato es un espectáculo, y he hecho un guiño a las cosas que me importan de la vida: ser feliz, emocionarme, divertirme… Su objetivo es mejorar la experiencia del cliente no solamente con lo que hay en el plato.
Sublimotion es un sitio que cuenta con avanzados sistemas para generar atmósferas cromáticas, controlar la temperatura y humedad de la sala, además de crear ambiente bajo una secuencia musical diseñada para la ocasión, creando así una experiencia que trasciende lo gastronómico y ofrece un infinito abanico de sensaciones. Los comensales pueden viajar a través de un mundo de sensaciones desde el polo Norte donde degustaran un frío snack que ellos mismos tallarán en su propio iceberg hasta Versailles donde la elegancia de una rosa se fundirá en sus paladares.
Teaser Sublimotion from Sublimotion on Vimeo.
Pero nada mejor que leer a la cronista del diario ABC de Madrid, para conocer lo que es el restaurante al que califica como Laboratorio de Sensaciones:
Llegar a Sublimotion es ya una experiencia gracias al patrocinio de Land Rover. Por eso, un conductor, vestido impecablemente de negro, te recoge en el último modelo de la marca y te lleva hasta la que parece una puerta secreta en la fachada del hotel Hard Rock. Y lo es. El grupo (máximo de doce personas en dos turnos, a las ocho y a medianoche) entra en un ascensor que te traslada, en lo que parece una película de suspenso con música a todo volumen. A la salida hay que lavarse las manos. Higiene fundamental para entrar en el comedor blanco, con la impresionante mesa técnica que hay que tocar, golpear y hasta acariciar. La temperatura, las paredes, el techo, las luces, la música y hasta el maestro de ceremonias. No falta de nada para que comience el espectáculo. El aperitivo son tres formas de probar el aceite de oliva: la primera, un pan de tomate donde se unta el aceite con nitrógeno líquido a -196 grados, de tal manera que al mezclar se hace polvo. Es la sensación laboratorio que tanto gusta a Roncero. La segunda recuerda a las meriendas de aceite con azúcar, y la tercera a base de suero de parmesano. El truco está en que explote en la boca «para sentir todas las sensaciones». Las paredes, el techo, la mesa… Son lienzos para proyectar las imágenes y sentir los efectos especiales. Por eso llega el frío y nos transportan al glaciar. Hay que golpear la mesa para romper el cristal (ficticio) y dar paso al iceberg de gazpacho.
¿Y a quién no le gusta ir al huerto de Paco? De esa manera hay otra transformación, y la mesa se convierte en un campo de cultivo donde sobre una base de crema de puerro, entre otros ingredientes, brotan calabacines, zanahorias, tomates, pepinos… Todo en tamaño mini. Impresionante. En las paredes, imágenes del pueblo toledano del cocinero, con un Range Rover recorriendo esos caminos. Hay que superarse porque el listón está muy alto. Ahora surgen globos con cestas y dentro hay sorpresa: cornete de guacamole y kikos y tortitas de camarones. De pronto es una fiesta. Un juego que continúa en el paladar. La cena, que suele durar tres horas, es para compartir. Aficionado al maratón de Nueva York, Roncero nos traslada a Central Park para llevarnos de picnic. Un take away de lujo con minibocata de cerdo y foie de anguila. Sabe mejor que suena. El foie parece un filipino. Pero hay más. Rosas que se comen y llegan en envase de cristal. Con pinzas se arranca el corazón de esa rosa que es jengibre. Un sabor diferente que llena de aroma. El mundo marino nos sumerge con un plato a base de moluscos en su estado más puro, y como tanto placer debe de ser pecado el plato de carne llega con una bajada al infierno para degustar la costilla y terminar con un postre discotequero. Un CD que baila sobre la mesa sostiene dos bombones. Todo regado con los mejores caldos para una experiencia que ninguno olvidará.